May 7, 2011

Malditos Poetas

- ¿Vas a decirlo o no?
- ¡No puedo! - le respondí, acongojado. Él hizo parar un taxi y, sin despedirse, se subió. Yo quedé solo, escuchando el eco de mis palabras durante esa noche inundada por la lluvia.
"No puedo". Esa respuesta me valió para el resto de los días su desprecio. El desprecio de un poeta maldito, o de un maldito poeta, que para el caso da lo mismo.
Arturo y Carlos despreciaban a todos en la clase. Nosotros éramos creyentes, éramos el cordero de Dios. Ellos eran ovejas negras que, al descubrirse como tales, dejaron el rebaño de la fe católica impartida en nuestro colegio para buscar transformarse en lobos. Yo admiraba su rebeldía, pero siempre fui temeroso a dejar el refugio construido durante tanto tiempo a fuerza de misas, rezos, castigos y una que otra gratificación. Para ellos, Nietzche, Rimbaud y Baudelaire fueron una revelación que les hizo virar su forma de ver la vida. Para mí fueron un golpe que debilitaba mis creencias, pero no lo suficientemente fuerte para derribarlas. Para ellos, fue el comienzo de una gran amistad.
Me parece algo extraño pensar en que los conozco desde que teníamos 6 años y eran tan distintos tan solo un par de años antes de su cisma con la iglesia católica. Arturo, aunque buen alumno, solía ser un tipo relativamente popular en la clase e interesado por asuntos que en el futuro consideraría banales: fútbol, andar en bicicleta, coleccionar algún album, fumar su primer cigarro. Carlos, en cambio, era mas bien solitario y siempre lo relacionamos con las matemáticas y la computación. A los 14 años, Carlos y Arturo participaron en un concurso de poesía y obtuvieron el primer y segundo premio, respectivamente. La poesía unió a estos seres tan disímiles. La poesía y su odio contra nosotros los creyentes, los corderos de Dios. Visto de esta forma, los unió Dios. Y lo que Dios une, que el hombre no lo separe.
Probar en carne propia sus creencias era experimentar la locura. Carlos una vez se molestó conmigo porque, estando borrachos, me negué a responderle con un golpe luego que él me propinara una gran bofetada por haberle llamado "beodo". Yo hice un ademán de devolverle el golpe pero luego le dije: "Me voy a guardar este golpe que merezco darte. Te perdono". Recuerdo sus ojos encolerizados y su grito: "No necesito tu perdón, golpéame imbécil!". Fue tanta su furia que realmente me asusté y salí corriendo. Arranqué de pegarle. ¡Arranqué de pegarle! Aún así, Carlos nunca me despreció del todo ni me guardaba rencor. Aunque no lo veía a menudo, cada vez que me encontraba con él conversábamos amenamente de diversos temas.
Terminando el colegio yo inicié mis estudios universitarios en la misma ciudad donde había vivido durante 18 años. Arturo y Carlos dejaron la ciudad. Se fueron a distintos lugares, pero mantuvieron su amistad. De hecho, se dio una situación especial, los padres de Arturo se fueron a vivir a la capital, donde Carlos inició sus estudios de Ingeniería, así es que recibieron a Carlos para que viva con ellos. Arturo, por otro lado, se fue a vivir en una pensión a otra ciudad de la Frontera, para iniciar sus estudios de Psicología.
Pasados los años no supe mucho de ellos, pero esporádicamente le preguntaba al padre de Carlos, quien me hizo clases de Física y Cálculo en la Universidad, sobre cómo iban sus vidas. Ellos seguían participando en concursos literarios y acumulando pergaminos. Algunas cosas cambiaban, pero sus intermitentes locuras y la amistad entre ellos parecía incólume. Eso parecía, hasta un día que me encuentro con el padre de Carlos y me dice:
- No sabes la vergüenza que he pasado por culpa de estos dos locos.
En la cercana amistad de estos poetas se cruzó una mujer. Yo no sé bien los detalles de la situación, pero el hecho es que Carlos conquistó a la mujer y Arturo fue a reclamarle pues él la había visto primero, y le habría contado a Carlos lo que sentía. Se fueron a los puños y la cosa terminó bastante mal. Carlos debió irse de la casa de los padres de Arturo y por supuesto, el papá de Carlos le ayudo a mover sus cosas, situación en la cual no pudo ocultar su vergüenza.
Otro cisma, esta vez de su amistad. Lo que Dios une, que el hombre no lo separe. Que lo separe una mujer. Malditos poetas.

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